
La gente pierde cosas todos los días. Cosas físicas o etéreas, materiales o percibidas, reemplazables o únicas. Se pueden perder cosas propias o ajenas, cosas que se pueden comprar con dinero y otras que no tienen precio. Podría seguir así hasta el infinito.
Pero, ¿qué es lo que tienen en común?
La sensación de ausencia, el cambio de los que antes estaba a lo que ya no está, la diferencia entre dos estados similares, que una balanza pesaría como iguales pero que no contienen lo mismo. En este caso, la equivalencia es un mito.
Una de las pérdidas más chocantes es la de la vida. La propia, que sería el principio del fin de la existencia de uno mismo. Y la ajena, la de alguien cercano, al que se le escapa el último aliento.
En este caso, la carencia es aún más dolorosa para los que se quedan. Porque para el que se va comienza una nueva etapa, la vida de la fama o vida histórica. Es aquella que continúa siempre que haya alguien que te recuerde.
Al fin y al cabo es la triangulación de la existencia: lo físico, lo espiritual y su entorno.